martes, 27 de febrero de 2018

La noche oscura (1989)




Director: Carlos Saura
España/Francia, 1989, 90 minutos



¡Oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que el alborada!
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

San Juan de la Cruz
Noche oscura del alma (vv. 21-25)

Apenas tres poemas han bastado para hacer de San Juan de la Cruz una de las cimas de la lírica universal, a saber: Cántico espiritual, Llama de amor viva y Noche oscura del alma. Quien fuera Juan de Yepes en el mundo había nacido en Fontiveros (Ávila) en 1542 y falleció en Úbeda (Jaén) cuarenta y nueve años después. Místico, poeta, Doctor de la Iglesia, su beatificación en 1675 y posterior canonización en 1726 elevarían a los altares a una figura que en vida hubo de padecer prisión por atreverse a reformar la Orden del Carmelo.

Es precisamente en ese punto de su trayectoria vital donde el director Carlos Saura decide situar la acción de La noche oscura, insólita tentativa de convertir en película la inefable experiencia ascética del futuro santo y que, quizá por ello, acercaba su estilo, merced a la excepcional fotografía de Teo Escamilla (poseedor de una paleta con una amplia gama de tonalidades opacas), al de cineastas como Robert Bresson o el Alain Cavalier de Thérèse (1986). No en vano, se trata de una coproducción con Francia que contó con la participación de Julie Delpy en un pequeño papel.



Aunque el gran trabajo interpretativo del filme corrió a cargo, por supuesto, de Juan Diego: su aproximación a Juan de la Cruz representa un desafío sólo al alcance de los mejores actores y en torno del cual gira toda la puesta en escena. Son destacables, en ese aspecto, la secuencia del juicio y, sobre todo, los delirios del personaje una vez recluido en su celda de castigo.

Sin embargo, lo interesante del enfoque que le da Saura a La noche oscura es que no se limita a la mera reconstrucción histórica o a traducir en imágenes los sensuales versos de San Juan, sino que el filme aborda igualmente el proceso de creación literaria, mostrando al hombre que se debate con denuedo entre la inspiración divina y la siempre ardua tarea de cómo plasmarla por escrito. Temas expuestos con solvencia en una cinta que, en última instancia, acaba virando en el tramo final de su metraje hacia un esquema más típico de las películas de fugas, toda vez que, en mayo de 1578, el verdadero San Juan de la Cruz lograría evadirse de su presidio toledano.


lunes, 26 de febrero de 2018

El libertino (2000)




Título original: Le libertin
Director: Gabriel Aghion
Francia, 2000, 1998

« On n'arrête pas le progrès ! »

El libertino (2000) de Gabriel Aghion


MORALE, s. f. (Science des mœurs) c’est la science qui nous prescrit une sage conduite, & les moyens d’y conformer nos actions.

S’il sied bien à des créatures raisonnables d’appliquer leurs facultés aux choses auxquelles elles sont destinées, la Morale est la propre science des hommes ; parce que c’est une connoissance généralement proportionnée à leur capacité naturelle, & d’où dépend leur plus grand intérêt. Elle porte donc avec elle les preuves de son prix ; & si quelqu’un a besoin qu’on raisonne beaucoup pour l’en convaincre, c’est un esprit trop gâté pour être ramené par le raisonnement.

L’Encyclopédie/1re édition (1751)



Amparándose en una estampa del siglo XVIII tan tópica como superficial, El libertino adaptaba la pieza teatral homónima de Eric-Emmanuel Schmitt que puede verse estos días en el Poliorama con Abel Folk y Àngels Gonyalons encabezando el reparto. Los protagonistas de la versión cinematográfica fueron Vincent Pérez, en el papel de Diderot, y la mítica Fanny Ardant como Madame Therbouche, la avispada retratista que, procedente de Berlín (donde ya ha pintado a Voltaire), convence al filósofo para que pose desnudo.

Tanto en la obra como en la película, quizá el trasfondo histórico resulte lo más interesante, con un Diderot apremiado por las circunstancias para redactar una entrada sobre la moral en la hora decisiva de la confección de la Enciclopedia. Seguramente, las cosas no acontecieron en la vida real con ese aire de vodevil, aunque no deja de ser divertido imaginar al erudito francés como el desenfrenado calavera de vida disoluta que aquí se nos presenta, rodeado de secundarios aún más tronados, si cabe, como la voraz Baronesa de Holbach (Josiane Balasko) o la insaciable Marquesa de Jerfeuil (Arielle Dombasle).



Desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, Le libertin se enmarca en una clara política divulgativa, por parte de la industria francesa, empecinada en la vulgarización de figuras clave de la cultura de aquel país tales como Molière (personaje central de Las aventuras amorosas del joven Molière, dirigida en 2007 por Laurent Tirard) o el Jean de La Fontaine de Le défi (2007) de Daniel Vigne. Todo ello como consecuencia lógica de la onda expansiva generada por el bombazo que supuso, en 1990, el Cyrano de Rappeneau.

Tal vez sea en ese afán por llegar a amplias capas del público donde haya que buscar la razón de por qué la banda sonora, compuesta por el hoy célebre Bruno Coulais (autor, entre otras, de la música de Los chicos del coro), adolece de un aire un tanto discotequero que desentona con el resto de la ambientación histórica en aras de hacerla más cercana al espectador. Aunque, en ese sentido, quizá lo más divertido del filme, aparte de ver cómo fracasa en su política reaccionaria el cascarrabias Cardenal interpretado por un veterano Michel Serrault que fallecería pocos años después, sean los continuos paralelismos con el presente. Así pues, y siempre de la mano de la extravagante baronesa, veremos a los personajes probando (con más curiosidad que placer) nuevas emociones como el chocolate, el caviar o, incluso, las palomitas de maíz durante una proyección de linterna mágica.


domingo, 25 de febrero de 2018

Jutrzenka · Un invierno en Mallorca (1969)




Director: Jaime Camino
España, 1969, 106 minutos



Il n’y a rien de si triste et de si pauvre au monde que ce paysan qui ne sait que prier, chanter, travailler, et qui ne pense jamais. Sa prière est une formule stupide qui ne présente aucun sens à son esprit ; son travail est une opération des muscles qu’aucun effort de son intelligence ne lui enseigne à simplifier, et son chant est l’expression de cette morne mélancolie qui l’accable à son insu, et dont la poésie nous frappe sans se révéler à lui. N’était la vanité qui l’éveille de temps en temps de sa torpeur pour le pousser à la danse, ses jours de fête seraient consacrés au sommeil.

George Sand
Un hiver à Majorque

Envuelta en el halo misterioso y exótico de los viajeros románticos, la estancia de la novelista Aurore Dupin, más conocida como George Sand, y del compositor Frédéric Chopin en la mallorquina Cartuja de Valldemossa durante el invierno de 1838-1839 daría pie a uno de los episodios más célebres de la literatura decimonónica. Un poco como ya hiciera, algunos años antes, el Washington Irving de los Cuentos de la Alhambra (1832), la pareja se refugió en las Baleares en busca de ambientes pintorescos, así como de un clima benigno y el sosiego que ayudasen a mitigar los problemas de salud del pianista polaco. Lo único que encontraron, sin embargo, fue la incomprensión de la población local, sumida en un ambiente de bárbaras costumbres ancestrales que hacía inviable el que pudiesen asimilar la presencia de los amantes, máxime dándose el caso de que ella era una mujer separada y avezada, entre otras excentricidades, a fumar puros o a vestirse de hombre.



Elementos, todos ellos, presentes en Jutrzenka (1969), si bien la película de Jaime Camino intentaba, a su vez, establecer algún tipo de paralelismo entre aquel desencuentro y la situación que se estaba viviendo entonces en la España franquista. Vista así, Un invierno en Mallorca sería una parábola de hasta qué punto la sensibilidad artística o la libertad individual no tenían cabida en una sociedad alienada cuyos rudos habitantes sólo eran capaces de "rezar, cantar, trabajar, pero nunca de pensar".

En otro orden de cosas, y aparte del hecho de que se incluyen algunos diálogos en catalán, el elenco de Un invierno en Mallorca nos depara diversas sorpresas. Como ver a Romà Gubern interpretando al párroco del lugar o a Daría Esteva, entonces una niña, haciendo de hija de la escritora junto a Quique San Francisco. Las italianas Lucía Bosé y Serena Vergano completaban el reparto junto al francés Henri Serre y al británico Christopher Sandford en el papel de Chopin.


La leona de Castilla (1951)




Director: Juan de Orduña
España, 1951, 101 minutos

La leona de Castilla (1951)


¡Antes que el rey era Castilla! 
¡Antes que el águila imperial 
de los comuneros España será! 
¡Con Padilla al frente, 
que es buen capitán, 
que es buen capitán...!

Cánticos, trifulcas y cartón piedra: elementos típicos de cualquier superproducción histórica de Cifesa que se precie. Aunque para cuando se estrenó La leona de Castilla, a principios de la década de los cincuenta, el género comenzaba a dar síntomas de decaimiento. Lo cual no fue óbice, sin embargo, para el éxito popular de una cinta cuyo protagonismo exclusivo recaía sobre Amparo Rivelles, la actriz encargada de meterse en la piel de la rebelde María López de Mendoza y Pacheco (Granada, 1497-Oporto, 1531), elevada a mito por la historiografía romántica bajo el más sobrio nombre de María Pacheco.



A decir verdad, su figura ya había sido abordada por el modernista Francisco Villaespesa en un drama en verso y en tres actos, estrenado en Murcia en 1915. Obra teatral que serviría de base a Vicente Escrivá para el guion de la película de Juan de Orduña que nos ocupa. ¿Y qué pinta la viuda de uno de los líderes de la sublevación de los comuneros en una cinta rodada en pleno franquismo? De entrada, habría que dejar claro que La leona de Castilla venía precedida de la notoriedad adquirida, un año antes, por Agustina de Aragón y, sobre todo, por Locura de amor (1948). De lo que se deduce que tanto el director como los estudios quisiesen repetir una fórmula destinada a obtener el beneplácito del público en taquilla.

La cosa iba, por tanto, de heroínas femeninas, probablemente porque en la vida real ni había lugar para la rebelión ni las mujeres contaban excesivamente en aquella España de Franco. De modo que el cine, espacio por excelencia para la evasión, garantizaba, en cierta manera, la recreación morbosa de estas figuras a través de la pantalla.



En cambio, el mensaje que alberga La leona de Castilla no puede ser más reaccionario: tanto, como el contexto que aquí se estaba viviendo. Recuérdese: en 1950, las autoridades del régimen, deseosas de desmarcarse de su pasado fascista y lograr un acercamiento ideológico con los EE.UU., que se materializaría en los Pactos de Madrid del 53, habían auspiciado el reestreno de Raza, titulada ahora Espíritu de una raza, con un nuevo montaje que subrayaba el carácter anticomunista del Levantamiento nacional. Lo recordaba la voz en off del NO-DO con motivo del Congreso Eucarístico de Barcelona en el 52: "Hoy en el mundo la única alternativa posible es comunión o comunismo". Y claro: comunero recuerda fonéticamente a comunista... De ahí que otra voz en off, ahora la del prólogo de la película, se encargue de enfatizar que: "Frente a esa ambición del César hispano se alzó el criterio estrecho de los comuneros, para los cuales el mundo acababa en los trigales castellanos, en sus fueros y privilegios." No contento con lo cual, acto seguido nos previene, apelando, sin duda, al recuerdo de la Guerra civil: "Es una historia triste, como todas las que forjó la rebeldía..."



Aun así, si algo extraordinario tiene esta película son esos majestuosos decorados de Sigfrido Burmann que recrean, casi a escala real, la catedral de Toledo. Una dirección de arte claramente inspirada en pintores como El Greco (los fondos pintados simulando las nubes sobre el cielo toledano imitan la pincelada sinuosa del griego) o en el célebre cuadro de Antonio Gisbert (1860) que en la actualidad puede admirarse en el Palacio de las Cortes.



sábado, 24 de febrero de 2018

Serenata española (1947)




Director: Juan de Orduña
España, 1947, 109 minutos

Serenata española (1947)


La vida y milagros del celebérrimo compositor Isaac Albéniz dieron pie a esta peculiar producción de época, entre clásica y folclórica, que obedecía, en realidad, a los delirios grandilocuentes de los Marquina (padre e hijo). Poco rigor histórico, aderezado con algún que otro tópico, según marcaba la fórmula habitual del cine español de los cuarenta y que suscitara parecidos resultados a partir de otras figuras de similar trascendencia, tales como los poetas Bécquer (El huésped de las tinieblas, 1948, de Antonio del Amo) y Espronceda (1945, de Fernando Alonso Casares) o El marqués de Salamanca (1948, de Edgar Neville).

Se da la circunstancia, además, de que el mismo año en el que se rodó esta Serenata española, el argentino Luis César Amadori dirigía una cinta centrada en el mismo personaje y simplemente titulada Albéniz. Coincidencia o no, lo cierto es que tanto la una como la otra resultaron proyectos fallidos desde el punto de vista artístico por lo que tienen de pastiche inverosímil. En el caso que nos ocupa, porque Albéniz no fue jamás ese rasurado galán encarnado por Julio Peña, sino que las fotografías que de él se conservan nos lo muestran, más bien, como un orondo bigotudo. Pero es que, por otra parte, plantear un idilio con la gitana Angustias (Juanita Reina) parece tan improbable como ridículo.

Antonio (Manuel Luna) junto a Angustias (Juanita Reina)


Más interesante, en cambio, es el hecho de reconocer en ese niño nervioso que aporrea las teclas del piano con inusitada maestría al actor Carlos Larrañaga cuando apenas contaba nueve o diez años. O los decorados de Sigfrido Burman. O apreciar en los matices de la fotografía en blanco y negro el saber hacer de otro ilustre artesano de origen germano: Guillermo Goldberger.

De si la monumental Suite Iberia casa bien o no con las canciones de León, Quintero y Quiroga mejor no decir nada: juzgue el espectador en función de sus gustos musicales y que se quede con el estilo que más le plazca.

Emma (Mery Martín) intenta retener a Albéniz (Julio Peña)

viernes, 23 de febrero de 2018

Pont de Varsòvia (1989)




Título en español: Puente de Varsovia
Director: Pere Portabella
España, 1989, 85 minutos

Pont de Varsòvia (1989) de Pere Portabella


Intentar traducir en palabras las películas de Pere Portabella puede ser tan sencillo o tan complejo (como todas las cosas, esto es según se mire) como definir qué es la lluvia o el mar o la brisa agitando las ramas de los árboles. Porque el cineasta catalán filma como quien respira, con una naturalidad sólo al alcance de los más grandes.

La Barcelona que aquí vemos es la ciudad inmediatamente anterior a los Juegos Olímpicos del 92, es decir, la impulsada por el alcalde Maragall y su campaña Posa't guapa ('Ponte guapa'). Un espacio urbano presidido por la elegancia del Pabellón Mies van der Rohe y en cuya majestuosa magnificencia se recrea la cámara de Portabella con el mismo detenimiento que dedica a la fachada de edificios quizá no tan emblemáticos, pero no menos interesantes (caso de la actual sede de la Fundación Tàpies).



Comentaba el director en la presentación previa de esta tarde en la Filmoteca que su cine no obedece a un planteamiento aristotélico de causa y efecto (en realidad, no es la primera vez que le oímos decir esto). De hecho, Pont de Varsòvia carece de un argumento definido y, aunque en esta ocasión se sirvió de actores profesionales (algo no muy frecuente en su filmografía), las escenas inconexas que la forman son apenas una parodia de situaciones que van desde la concesión de un premio literario a un novelista de éxito (Jordi Dauder) hasta la noticia de un submarinista que fue absorbido por un hidroavión y posteriormente arrojado sobre un bosque en llamas. También hay lugar para la música de su habitual colaborador Carles Santos, al que vemos dirigiendo una composición propia encaramado en un andamio frente al escaparate de la chocolatería Fargas en el carrer del Pi.

Amante de las imágenes insólitas, Portabella no duda en mostrar el interior de la lonja de pescado al son de las notas del Tristán e Isolda wagneriano. O a La Fura dels Baus destrozando un vagón del metro de Berlín. Se atreve, incluso, con un cuadro viviente al estilo de la puesta en escena que Godard llevara a cabo en Passion (1982): concretamente, se trata del célebre Baño turco de Ingres. Todo suma, en definitiva, en un proyecto cuya subvención pública superó, según confesión del propio cineasta, el presupuesto inicialmente previsto, si bien la carrera comercial del filme gozó de una cierta repercusión internacional, llegando a ser presentado en el MoMA con el beneplácito de Scorsese.


jueves, 22 de febrero de 2018

Taxi Driver (1976)




Director: Martin Scorsese
EE.UU., 1976, 114 minutos

Taxi Driver (1976) de M. Scorsese


Director cinéfilo por antonomasia, hasta en la película más emblemática de Scorsese es posible seguir el rastro de referencias explícitas a la obra de cineastas como, por ejemplo, Alfred Hitchcock. Comenzando por la genial banda sonora de Bernard Herrmann (1911-1975), una partitura de inspiración jazzística que sería la obra póstuma del compositor. Aunque es, sin embargo, en el guion de Paul Schrader donde el influjo ejercido por el Mago del suspense puede apreciarse de un modo más evidente.

En ese sentido, Travis Bickle (el personaje que catapultó a la fama a Robert De Niro) pertenece, salvando las distancias (que no son pocas), a la misma ralea que el protagonista de Sospecha (1941), un Cary Grant que llevaba de cabeza al espectador y a Joan Fontaine al intentar dilucidar sus verdaderas intenciones y que, en el último plano, alargaría el brazo sobre los hombros de su esposa mientras los vemos alejarse de espaldas en el automóvil que conducen, en un gesto que presagia los peores auspicios para la integridad física de la mujer.



Taxi Driver también termina en el interior de un coche (un "ataúd metálico", en opinión del propio Schrader). Y podemos tener la certeza de que, cuando Travis se adentra finalmente en la noche de Nueva York, una amenaza tan real como terrible se cierne sobre la misma ciudad que semanas atrás lo aclamó como héroe. Porque somos nosotros quienes, durante casi dos horas, hemos asistido al proceso de radicalización de este antiguo combatiente de la guerra de Vietnam. De ahí que, al ver cómo mira por el retrovisor dónde se ha bajado Betsy (Cybill Shepherd), uno se tema lo peor, por más abierto que parezca el final.

Sutil, perversa y, sobre todo, sarcástica, la obra maestra de Scorsese (quien se reserva un par de cameos, uno de ellos como neurótico pasajero de Travis) plantea hasta qué punto es delgada la línea que separa la heroicidad de la villanía en las sociedades modernas. Una verdad incómoda que, en el caso concreto de la América del 76, adquiría una dimensión aún más inquietante, si cabe, por la inmediatez del conflicto que justo acababa de finalizar, pero que hoy tendría su correlato en cómo asimila aquel país a los veteranos que se reincorporan a la vida civil tras regresar de Irak, Afganistán o Siria.


martes, 20 de febrero de 2018

El desencanto (1976)




Director: Jaime Chávarri
España, 1976, 97 minutos

El desencanto (1976) de Jaime Chávarri


Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.

"Epitafio"
Leopoldo Panero (1909-1962)



Pocas películas del cine español han adquirido la categoría de mito por derecho propio. Y El desencanto de Chávarri es, sin duda alguna, una de ellas. Aunque llamar documental a este retrato en primera persona de la familia Panero se quedaría corto: avanzándose en muchos años a planteamientos en los que se parte de la realidad para alumbrar una obra cuya profundidad supera los límites de los géneros establecidos, podría decirse que estamos ante el eslabón perdido entre el cinéma vérité y la obra de cineastas contemporáneos como José Luis Guerín. Si bien se mira, el primero de una serie de títulos en los que determinadas personalidades acceden a airear sus interioridades y a la que también pertenecerían Función de noche (Josefina Molina, 1981) o, más recientemente (y a otro nivel), los docudramas maternofiliales a cargo de los actores Paco León o Gustavo Salmerón.

Se ha dicho también, quizá abusando del término, que la instantánea de un clan familiar venido a menos contenida en este filme puede considerarse una metáfora bastante aproximada de lo que supuso la agonía del franquismo. Sobre todo por la presencia fantasmal de la figura del padre, patriarca de las letras del bando vencedor, fallecido de un infarto una calurosa tarde de agosto de 1962. Odiado y visto por sus herederos como origen de todos los males que les han asolado, la desaparición del "Conejo Blanco" (como lo llama Leopoldo María) fue vivida por su viuda e hijos como un liberarse de antiguas ataduras, la puerta de entrada a una mayor sinceridad entre ellos y, paradójicamente, el inicio de una larga decadencia que los conducirá a la autodestrucción inevitable.



Cultivadores de un divismo un tanto histriónico y de un malditismo de enfant terrible de colegio de pago, los hermanos Panero aparecen en esta película como una especie de locos sublimes, dispuestos a mostrar ante la cámara no tanto su verdadero yo, sino una estudiadísima pose de literato a la antigua usanza. En ese sentido, cada uno de los miembros de la estirpe adoptará un rol distinto: desde la lúcida esquizofrenia de Leopoldo María ("durante la infancia vivimos y de adultos sobrevivimos") hasta la encantadora franqueza de Michi, pasando por el postureo paranoide de Juan Luis (recuérdese, al respecto, la escena en la que este último presenta sus fetiches).

Y entre todos ellos Felicidad Blanc, la madre que se describe a sí misma como una chica bien que en los días de la Guerra Civil leía Madame Bovary en la terraza de su casa mientras caían las balas alrededor; la esposa reprimida que comenta con sorna la presencia perpetua del también poeta Luis Rosales interponiéndose entre ella y su marido; la culpable, según Leopoldo María, de su inacabable periplo por las instituciones psiquiátricas de medio país para purgar sus escarceos políticos y con las drogas; la joven que abandonó la ciudad para instalarse en una provincia donde sus rivales siempre la vieron como una intrusa; en definitiva, el verdadero eje sobre el que pivotan la mayoría de complejos de sus vástagos.


domingo, 18 de febrero de 2018

Una gota de sangre para morir amando (1973)




Director: Eloy de la Iglesia
España/Francia, 1973, 98 minutos

Una gota de sangre para morir amando (1973)


Si ya La naranja mecánica es una película que nació "vieja", ¿qué decir de un filme que manifiestamente se inspiraba en dicha obra de Kubrick? Pues que también vino al mundo desfasado y, además, por doble motivo.

Aunque estos drugos no beben lactaka con moloko, sino un mejunje azulino llamado Blue Drink. Porque en el mundo descrito en Una gota de sangre para morir amando la publicidad lo ha copado todo, y lo mismo el masculino slip Panther que el dentífrico DIV conviven en la parrilla televisiva junto a los informativos y las emisiones de divulgación científica: vamos, lo que para nosotros hace ya tiempo que forma parte de nuestro día a día...



En fin, la historia expuesta es tan infumable que sólo la curiosidad de ver a Sue Lyon o al hijo de Robert Mitchum en una producción futurista española con guion de Garci podría compensar a quien se atreva a adentrarse en los entresijos de la mente de una enfermera asesina que más parece la personificación de una mantis religiosa.

Excesiva y desmesurada, como toda la filmografía de Eloy de la Iglesia, Una gota de sangre para morir amando no sólo es una reflexión en torno a lo que nos depara el futuro inmediato, sino que contiene diversos guiños cinéfilos, desde la emisión de A Clockwork Orange en el salón familiar hasta el primer plano de Sue Lyon leyendo un ejemplar de Lolita, la misma novela de cuya adaptación había sido protagonista una década antes.


A tiro limpio (1996)




Director: Jesús Mora
España, 1996, 87 minutos

A tiro limpio (1996) de Jesús Mora


Remake de la muy notable cinta homónima del policíaco barcelonés que, en esta ocasión, a pesar de abrirse con el mismo plano secuencia desde el asiento trasero de un automóvil y posterior atraco a un garaje, el debutante Jesús Mora se llevó hasta Las Palmas de Gran Canaria.

Si el largometraje original tenía el aliciente de mostrar cómo era la Barcelona del momento, esta nueva versión también deja entrever algunos aspectos de lo que fue la cultura del pelotazo en los años noventa, representada por unos personajes que recurren a la delincuencia como vía directa para ver cumplidos sus sueños de pequeño burgués.



He ahí donde reside la diferencia esencial entre una y otra película: si los atracadores de 1964 tenían conexiones con el maquis y la resistencia antifranquista, Martín (Adolfo Fernández) y los suyos aspiran a vivir sin dar ni golpe. El caso paradigmático del grupo es Román (Toni Cantó), hijo de un pequeño empresario que posee una fábrica de hielo, pero que, en lugar de heredar el modesto negocio familiar, fantasea con la posibilidad de comprarse un barco de segunda mano.

Los siete millones que lo separan de dicho anhelo tal vez salgan del golpe que le propone su amigo Martín, recién llegado de Brasil tras once años de ausencia. Este último, perteneciente a una de las familias más adineradas de la isla, mantiene con ellos, sin embargo, una relación distante: lo suyo fue siempre el ir por libre, aunque ahora le interese retomar el contacto con su primo Fito 'Vitamina' (Francesc Orella), promotor musical a punto de organizar un multitudinario macroconcierto.


sábado, 17 de febrero de 2018

L'homme qui rit (2012)




Título en español: El hombre que ríe
Director: Jean-Pierre Améris
Francia/República Checa, 2012, 90 minutos



La nuit était épaisse et sourde, l’eau était profonde. Il s’engloutit. Ce fut une disparition calme et sombre. Personne ne vit ni n’entendit rien. Le navire continua de voguer et le fleuve de couler.

Peu après le navire entra dans l’océan.

Quand Ursus revint à lui, il ne vit plus Gwynplaine, et il aperçut près du bord Homo qui hurlait dans l’ombre en regardant la mer.

Victor Hugo
L'homme qui rit
Conclusion: «La Mer et la nuit»



Nueva versión, a partir del clásico de Victor Hugo, de un argumento que ya adaptaran previamente Julius Herska (1921), Paul Leni (1928), Sergio Corbucci (1966) y Jean Kerchbron (1971). El director francés Jean-Pierre Améris, con títulos en su haber como Tímidos anónimos (2010) o La historia de Marie Heurtin (2014), afrontaba este proyecto, rodado en estudio y parcialmente en Praga, optando por una solución de lo más discutible: la de remedar el universo de Tim Burton. Craso error, si se tiene en cuenta que una película a lo Tim Burton, pero sin Tim Burton, es como anunciar la actuación de los Rolling Stones para que luego, a la hora de la verdad, sea apenas una banda de tributo la que dé finalmente el concierto.

No vamos a poner en tela de juicio el buen hacer de todo el equipo, encabezado por Gérard Depardieu (Ursus), Marc-André Grondin (Gwynplaine), Christa Théret (Déa) y Emmanuelle Seigner (la Duquesa Josiane), si bien el resultado final transmite una impresión de déjà vu que, en líneas generales, le resta fuerza al verdadero potencial de uno de los textos más imaginativos del Romanticismo francés.



Con respecto a la versión de Paul Leni, son varias las diferencias, algunas de ellas bastante significativas. Por ejemplo, Améris prescinde de referencias espacio-temporales concretas, situando la acción en un impreciso siglo XIX frente a la Inglaterra de 1690 en la que arranca la película muda. La otra gran divergencia afecta al final, con un típico happy ending a la americana en 1928 que contrasta con la amargura de las líneas que reproducimos más arriba y que, en esencia, se ha respetado en esta última adaptación.

Otras novedades son el uso del humor en no pocos pasajes o la introducción de un nuevo personaje, Sylvain (Swann Arlaud), encargado de los efectos de sonido durante las representaciones de la troupe de Ursus. Aunque hay también semejanzas que llaman poderosamente la atención, como el inicio, que en ambos casos recurre a un reguero de huellas sobre la nieve para conducirnos hasta el cuerpo sin vida de la madre de Déa.


El hombre que ríe (1928)




Título original: The Man Who Laughs
Director: Paul Leni
EE.UU., 1928, 111 minutos

El hombre que ríe (1928) de Paul Leni


Ursus et Homo étaient liés d’une amitié étroite. Ursus était un homme, Homo était un loup, leurs humeurs s’étaient convenues.

C’était l’homme qui avait baptisé le loup. Probablement il s’était aussi choisi lui-même son nom ; ayant trouvé Ursus bon pour lui, il avait trouvé Homo bon pour la bête, L’association de cet homme et de ce loup profitait aux foires, aux fêtes de paroisse, aux coins de rues où les passants s’attroupent, et au besoin qu’éprouve partout le peuple d’écouter des sornettes et d’acheter de l’orviétan. Ce loup, docile et gracieusement subalterne, était agréable à la foule. Voir des apprivoisements est une chose qui plaît. Notre suprême contentement est de regarder défiler toutes les variétés de la domestication. C’est ce qui fait qu’il y a tant de gens sur le passage des cortèges royaux.

Victor Hugo
L'homme qui rit
Chapitre I

"God closed my eyes so I could see only the real Gwynplaine"


Niños secuestrados por bandas de gitanos en la Inglaterra de finales del siglo XVII; una sonrisa tan artificial como perenne y que, décadas después, inspiraría la del Joker de Batman... La que finalmente fue penúltima película dirigida por uno de los más destacados representantes del expresionismo alemán emigrados a Hollywood, tras títulos como El hombre de las figuras de cera (1924) o El legado tenebroso (1927), retomaba algunos elementos de la tradición romántica que el cine mudo se encargó de vulgarizar hasta convertirlos en clichés que luego tendrían su continuidad, en los años treinta, gracias a productoras como la Universal o la RKO.

En primer lugar, porque concedía el protagonismo a un ser deforme, tal y como ya sucediera en El jorobado de Nôtre-Dame (Wallace Worsley, 1923) o El fantasma de la ópera (Rupert Julian, 1925): repudiados por un mundo que se burla de ellos, tales personajes encarnaban a la perfección el ideal decimonónico de individuo al margen de una sociedad en la que no encajan. De ahí las escenas en las que el populacho vil acosa a Gwynplaine, lo mismo que antes a Quasimodo o al espectro interpretado por Lon Chaney, y que los propios responsables de la UFA remedarían en Metrópolis (1927) al hacer que la multitud queme en la hoguera a la mujer máquina.

"A king made me a clown! A queen made me a Peer! But first,
God made me a man!"


Reminiscencias medievalizantes o barrocas que tienen su origen, en la mayoría de filmes citados, en clásicos de la literatura francesa, desde el Victor Hugo de Nôtre-Dame de Paris (1831) o L'homme qui rit (1869), en el caso que os ocupa, hasta el Gaston Leroux de Le fantôme de l'Opéra (1910). Y detrás de todos esos proyectos siempre un mismo productor: el mismo Carl Laemmle que, en los inicios del sonoro, vería cómo su hijo acabaría de perfeccionar la fórmula por él creada gracias a títulos míticos como Frankenstein o Drácula (ambas de 1931).

Hay, por último, en El hombre que ríe toda una simbología que conviene no pasar por alto. De entrada los nombres de los personajes, claramente alegóricos. Así pues, Dea (Mary Philbin) representa la pureza de una "diosa", el único ser que, debido a su ceguera de nacimiento, es capaz de ver la belleza interior del protagonista: "¡Dios cerró mis ojos para que sólo pudiera ver al verdadero Gwynplaine!" Ursus ('Oso', en latín) es ese espíritu libre, charlatán nómada reconvertido en cabecilla de una compañía de cómicos de la legua, en apariencia huraño, pero que demuestra una gran humanidad al recoger en su carromato a los dos niños. En fin, su perro (un lobo domesticado, en la novela) se llama Homo, tal vez para demostrar que algunos animales son más fieles que las personas, como queda claro en el clímax de la escena en la que ataca al pérfido Barkilphedro (Brandon Hurst) haciendo que se hunda en las aguas del puerto como castigo a sus muchas maldades.


viernes, 16 de febrero de 2018

El bígamo (1953)




Título original: The Bigamist
Directora: Ida Lupino
EE.UU., 1953, 80 minutos

El bígamo (1953) de Ida Lupino


Película acertijo a partir de un dilema moral, El bígamo (1953) parte del presente para, a través de un largo flashback, ponernos en antecedentes de por qué Harry Graham (interpretado por Edmond O'Brien) ha terminado llevando una doble vida. En realidad, dicho planteamiento sitúa al espectador en la tesitura de tener que juzgar la conducta de un hombre que, en realidad, actúa movido por la enorme soledad que preside su vida de viajante comercial. 

Y, aunque a priori enjuiciar a un bígamo parecería muy fácil, el veredicto final acaba conduciéndonos a una disyuntiva de muy difícil solución, que Mister Jordan (Edmund Gwenn) no dudará en expresar en voz alta: "No puedo entender mis sentimientos hacia usted: le desprecio y, al mismo tiempo, le compadezco. Ni siquiera quiero estrechar su mano, y sin embargo, casi le deseo suerte."



La estructura narrativa de The Bigamist plantea algunas similitudes con otra película protagonizada por Edmond O'Brien algunos años antes: D.O.A., dirigida por Rudolph Maté en 1949 y que aquí se tituló Con las horas contadas. Exponía la historia de un hombre que llega moribundo a un hospital diciendo que lo han envenenado ('Death On Arrival' o 'Ingresar cadáver' sería la traducción de las siglas del título original). El resto de la película consistía en reconstruir sus pasos hasta ese preciso instante, con la incógnita de si finalmente se salvaría o no.

Ya desde el título, en El bígamo se nos hace saber que Graham está casado con dos mujeres a la vez, por lo que el factor sorpresa al estilo de la muy posterior Up in the Air (Jason Reitman, 2009) desaparece. No es eso lo que aquí se busca, sino todo lo contrario: más que el morbo folletinesco, lo que se está sacando a la palestra es un caso de conciencia que nos interpela ante la necesidad de comprender la frustración que generan las sociedades modernas en el individuo.


Loving Vincent (2017)




Directores: Dorota Kobiela y Hugh Welchman
Polonia/Reino Unido/EE.UU., 2017, 94 minutos

Loving Vincent (2017)


Una de las sensaciones de la temporada es esta joya de la animación ("la primera película pintada al óleo de la historia", según reza en la mayor parte de eslóganes publicitarios). Y aunque visualmente Loving Vincent es, sin duda, toda una experiencia para los sentidos, nos queda la duda de si desde el punto de vista cinematográfico el resultado es igual de redondo.

Concebida como investigación al modo de las historias del cine policíaco, el joven Armand Roulin se verá obligado a reconstruir los últimos instantes de la vida del célebre pintor a partir de una carta por él escrita y que nunca llegó a su destino y del testimonio de quienes lo conocieron o posaron para sus cuadros.



Cien pintores y sesenta y cinco mil fotogramas (que se dice pronto) son los responsables de una obra en la que, sin embargo, el envoltorio parece más importante que la propia trama. Le pasa lo mismo que a Shirley: Visiones de una realidad (2013), la película austriaca que daba vida a los lienzos del  artista americano Edward Hopper: la película, a pesar de su apabullante despliegue de medios y del preciosismo de sus imágenes, quedará como curiosidad, herramienta al servicio de los profesores de Historia del arte y poco más.

Porque en términos de work in progress, de verdadera obra maestra que nace ante nuestros ojos, el referente sigue siendo (y lo será por mucho tiempo, dado que para su realización se contó con el auxilio del propio pintor) El misterio de Picasso (1956) de Henri-Georges Clouzot.


jueves, 15 de febrero de 2018

Él (1953)




Director: Luis Buñuel
Méjico, 1953, 92 minutos

Él (1953) de Luis Buñuel


En este momento de la conversación, oímos el arrastrarse de unos pasos sobre el parquet. Me volví. Hitchcock entraba en la sala, todo rechoncho y sonrosado, y se dirigía hacia mí con los brazos extendidos. Tampoco le conocía personalmente, pero sabía que en varias ocasiones había cantado públicamente mis alabanzas. Se sentó junto a mí y, luego, exigió estar a mi izquierda durante la comida. Con un brazo pasado sobre mis hombros, casi echado sobre mí, no cesaba de hablar de su bodega, de su régimen (comía muy poco) y, sobre todo, de la pierna cortada de Tristana: «¡Ah, esa pierna...!»

Luis Buñuel
Mi último suspiro (Memorias)
Traducción de Ana María de la Fuente
Página 190, Plaza & Janés, Barcelona, 1982

Los aficionados al cine de Hitchcock reconocerán en Él más de un elemento que, cinco años después, el mago del suspense reutilizaría para la confección de Vértigo (1958), siendo, quizá, la escena del campanario la más obvia. Con la salvedad, huelga decirlo, de que el universo buñueliano, siempre en deuda con el surrealismo, las teorías psicoanalíticas y la iconoclasia más irreverente, adquiere una magnitud de una profundidad bastante superior.



Se abre la película, rodada en apenas tres semanas durante el período mejicano del genio de Calanda, con una escena en la que vemos a un sacerdote lavando los pies de un parroquiano con motivo de la celebración del Jueves Santo. Lo cual representa un ejemplo más de ese fetichismo tan habitual en su filmografía (baste recordar aquel momento de Viridiana en el que Fernando Rey, vestido de novia, se prueba unos zapatos blancos de tacón).



Y así, los celos y el delirio paranoico del protagonista irán creciendo hasta desembocar en una manía persecutoria que casi termina con la vida de su mujer. En ese sentido, el de Francisco (Arturo de Córdova) y Gloria (la argentina Delia Garcés) viene a ser uno de aquellos casos de amour fou que la literatura freudiana recoge en repetidas ocasiones. Agravado, en el caso de la esposa, por el hecho de que ni su propia madre ni el Padre Velasco (Carlos Martínez Baena) creen el relato de las continuas vejaciones a las que se ve sometida, en lo que supone un ejemplo más de la crueldad un tanto sádica tantas veces ilustrada por el cineasta en no pocos títulos de su extensa filmografía.



La tragedia personal de Francisco es que se acaba creyendo el centro de una conspiración planetaria en la que no queda ser viviente que no se burle de él: dilema de graves consecuencias que hará que sus familiares lo acaben internando en un convento franciscano en Colombia adonde, en el inquietante plano final, lo vemos haciendo eses a lo largo del camino que lo lleva hacia el refectorio. Irónico desenlace para un filme en el que Buñuel insiste, una vez más, en la falta de confianza en la condición humana para redimirse de las obsesiones que la acechan. Como dijo Lacan: "El único hombre verdaderamente libre es el paranoico".